--¿Usted ve mi voz?
Estaba de pie ante la puerta que divide la cocina del lavadero y la zona de servicio. No tenía más de 22 años; el pelo negro abundantísimo, cortado a la navaja; la nariz, carnosa y grande; los ojos, vivos y pequeños, eran el único resto de belleza que le quedaba, al menos de la belleza tal y como la entendimos hasta ahora. Quizá porque estaban muy separados, como los ojos de un cuis. Sobre el labio, una sombra que no se decidía a ser bozo ni bigote. Los pantalones, anchos y embolsados, le cubrían las rodillas. La camiseta, negra y holgada, tenía una inscripción en inglés que no significaba nada. Las zapatillas interplanetarias, de marca y seguramente truchas.
Lo miré con una sonrisa, con esa ligera inclinación de cabeza que es automática cuando estoy perpleja. Había dejado en el suelo una mochila grande.
Y repitió:
--¿Usted ve mi voz? Esta no es mi voz.
Venía de alguno de los cordones, tal vez del último cordón.
La voz que yo debía ver era de pito, pero era un pito ahogado en agua. De vez en cuando se producía un gorgorito involuntario. Eran las siete y media de la tarde del jueves 12 de febrero; era el primer fumigador.
--Porque ya estuve en siete departamentos --me dijo--. Para ver mi verdadera voz hay que verme de mañana, antes de que salga a fumigar.
Lo llevé al cuarto de servicio, donde se había producido el primer ataque de las pulgas. Las setenta palomas posadas en las tejas emprendían la retirada. Se interesó muchísimo en la estufa de tiro balanceado.
--Aquí voy a tirar. ¡Mire, mire!
Lo único que vi dentro de la estufa fue una bola de pelusas. Tampoco quería ver mucho más. Pasamos al bañito de servicio y su exitación aumentó cuando descubrió el gran respiradero cuadrado, que antes tenía salida también al gran armario de nuestro cuarto y que ya habíamos hecho cerrar a cal y canto por los pintores.
--¡Esto es un nido! ¡Un nido!
Eran las mismas palabras que había usado Karina mi asistente, que viene del segundo cordón, cuando descolgó las cortinas americanas que protegían mal de la luz el cuarto de servicio donde antes dormía una mucama. Había sido el lunes y esperamos hasta las ocho y diez para dejarlas junto al árbol que está frente a la puerta del edificio, que es donde se recogen las basuras de nuestra cuadra, en bolsas negras como las de los cadáveres de Vietnam, que despanzurran los cartoneros antes de que den las nueve.
--¡Es un nido, señora! Si usted me deja, también le tiro ahí, pero va a quedar todo el baño contaminado. Le aviso. Que yo soy muy cuidadoso, porque tengo una nena de dos años. Y cuatro perros. En casa tiro todos meses, pero nos lavamos las manos seis veces antes de tocar comida. ¡Mire mi voz! Hay que cuidarse.
Nos internamos por el pasillo de 27 metros y nos detuvimos donde está el armario de los abrigos. Estaba vacío, porque nos habían dicho que debían fumigar las paredes si el caso era un caso de pulgas. La ropa yacía sobre las mesas del salón y en improvisados colgadores que Bengt había hecho con sillas y palos de escobas y cepillos. Me olvidé de mostrarle las bauleras, donde todavía no me había atrevido a guardar las maletas vacías. Todavía hoy no me he animado.
Entramos al dormitorio. Miró con interés las dos ventanas que tienen persianas y que no habíamos hecho pintar. Sobre mi escritorio de roble, fijó la vista en un oso de peluche.
--Si tiro en las persianas, que son un nido, el líquido le va a dar al oso.
--Ah.
--Y la moqueta; no tienen que caminar descalzos sobre la moqueta cuando yo me vaya. Siempre con chinelas, siempre. Ustedes tienen nietos, ¿verdad? --concluyó, mientras seguía mirando el oso.
--Sí.
--Y, mire, si tiene nietos yo la entiendo.
--¿Qué entiende?
--Que no lo quiera hacer. Porque yo tengo una nena. Y cuatro perros. Fumigo todos los meses, pero yo la entiendo.
La voz que ya había aprendido a ver tenía un tono de tosca alegría sin matices y pensé que el veneno no le estaba afectando sólo las cuerdas vocales. Eso sí, como un animalito, había penetrado en el corazón de nuestras aprensiones. Para entonces, ya tenía el oso de peluche en mis manos y lo apretaba contra el estómago. Bengt estaba de pie a mi lado cuando me senté en el borde de la cama, las piernas colgando, el torso con un imperceptible balanceo hacia delante y atrás, como se balancea toda la gente del mundo en momentos de desesperación.
--Pero, entonces, el veneno sigue activo incluso cuando se seca.
--Y si no, ¿cómo quiere que se vayan las pulgas? Yo le digo, tengo una nena y cuatro perros... La vajilla, seis veces también. Pero no me trapee los suelos, que me lo arruina todo. Por eso, nada de andar descalzos, que después uno se toca los pies y se olvida de lavarse las manos.
--¿De dónde venís? --pregunté, y me di cuenta de que había pasado al voseo.
Silencio.
--Que de dónde sos.
--Ah, yo soy de acá, de Buenos Aires. Bueno, de los barrios, yo soy de los barrios. De Cuartel V.
En Cuartel V hay 73 mil viviendas censadas sin desagües cloacales. Las excretas de sus decenas de miles de habitantes van a parar, sin tratamiento de ningún tipo, al arroyo Pinazo. El arroyo Pinazo es la divisoria natural de los partidos de Moreno y de Pilar. En Pilar, está el country club Los Lagartos y otros barrios cerrados donde la clase media acomodada cree encontrar su refugio. En el 2004, los vecinos de Pilar encabezaron una protesta por el mal olor de las aguas que bajan por el Pinazo. Los niños de Pilar tenían vómitos y fiebre. En cambio, los niños de Cuartel V tienen serias posibilidades de nacer descalcificados por las malas condiciones ambientales. Se han suspendido los análisis del agua debido a su peligrosidad.
El fumigador venía de nuestra Franja de Gaza.
--¿Y vos tenés protección para hacer este trabajo?
La sonrisa de oreja a oreja le iluminó la cara. Se dobló en dos y, triunfante, extrajo de la mochila lo que a mí me pareció una máscara de gas de la época de la guerra de trincheras. Una cosa he aprendido de las experiencias de envenamiento del hogar. No importa la edad del comercial con quien uno hable en la empresa fumigadora, ni su seriedad, ni la coherencia de sus instrucciones, ni la confianza que inspire, uno puede hablar hasta con el mismísimo dueño, pero a la hora de rociar veneno, el que aparece en la puerta nunca pasa de los 22 años.
Nos miramos con Bengt. La decisión estaba tomada.
--Mirá, nosotros contratamos el servicio y no queremos que tengas problemas, pero... no sé cuánto ganás por cada fumigación... si te parece bien te damos veinte pesos y suspendemos todo. Decile a tu jefa que la señora era muy nerviosa y cambió de opinión. Llamala ahora si querés. Se lo digo yo.
--No, no hace falta. Si yo la entiendo, porque tengo una nena. Y cuatro perros.
Vista desde la distancia de un satélite de la NASA, Buenos Aires parece un insecto iluminado.
(continuará...)
martes, 24 de marzo de 2009
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