Como libélulas de retículas azules, sobre el asfalto de color pizarra y vacío, por los seis carriles de la avenida mal iluminada, avanzaban lentamente desde el sur hacia Lavalle dos carros de asalto, cuatro camiones celulares y su escolta de gráciles motoristas. Los postigos de una ventana del colegio del Salvador dejaron pasar un haz de luz. La avenida ya estaba destrozada. Los replicantes habían tenido sus quince minutos de gloria antes de la llegada de la policía.
Desde el séptimo piso del palomar con vistas, oí perfectamente el sonido del bate que un gordo de camisa blanca descargaba sobre las partes blandas de unos cuerpos jóvenes, esbeltos. Los chillidos de una mujer. El reventón de una bolsa negra de basura bajo el chasis de un colectivo. Los gritos inarticulados de unos pocos replicantes rezagados. Por Tucumán, entró un patrullero y un chico le tiró una bicicleta encima. El patrullero se detuvo, aceleró, cruzó Callao y desapareció en la noche.
El bar Martínez, donde tomé el café de la mañana, era un pozo negro, con los cristales hechos trizas. Los antidisturbios ya habían cargado, Lavalle arriba. Desde Córdoba, una flotilla de cuarenta motoristas, las luces azules encendidas, las sirenas como el grito de la tierra que se abre, venían a toda velocidad en una exhibición artística. Doblaron por Tucumán, hacia Tribunales. Una docena más, con dos tripulantes, subió por Callao desde Corrientes. Un replicante, solitario y flaco, le hacía frente a tres antidisturbios no muy convencidos.
Una ambulancia de reanimación se metió por Lavalle. Después llegaron más. Volvió a chillar otra mujer. En la humedad, el asfalto relucía como un rayo de sol oscuro.
"Zona liberada", dijo el vecino del balcón de al lado. Había una evidente falta de propósito de ambos bandos.
Hoy, todavía, es 24 de marzo. Todavía oigo desde mi estudio las sirenas.
Los chicos no venían de la plaza. Salían de un concierto de rock. Aquí a la vuelta, casi al lado, en la cortada Discépolo.
martes, 24 de marzo de 2009
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