martes, 17 de marzo de 2009

Entomológicas III (Génesis)


En bibliotecas y en librerías, en saldistas y en almacenes, estos son los libros del linaje de Lew:

El tejedor, que en otras vidas tuvo las patas largas.

Mariposa de noche, que bien pudo ser una polilla.

El avispón negro, que también supo ser un acorazado.

El ojo del grillo, que refleja las ansiedades de Enrique Anderson Imbert.

El moscardón azul, que muchos usan como señuelo en la pesca de la trucha.

Ghost of a Flea, que fue concebido y fue borrado del libro que nosotros escribimos.

Las novelas de Lew Griffin son rapsódicas y están llenas de citaciones, de meandros donde escapar de la mera intriga, de alusiones y elusiones. El mismo Lew es inasible y la mejor definición que tuve en su momento para él, mientras instruía al diseñador en el primer intento de cubiertas, fue: "Lew Griffin es Chester Himes convertido en detective por un escritor a quien nadie conoce".

Como la instrucción era evitar el significante en el diseño --entiéndase: nada de insectos en las tapas, pibe-- la ur-imagen de la serie fue un rompecabezas de un retrato fotográfico de Chester Himes. Habíamos ido demasiado lejos en la interpretación y, además, era necesario vender los libros. Chester Himes, aunque murió en Almería, es tan ilustremente desconocido en España como su biógrafo, James Sallis, creador de Lew. Renunciamos a la textura gráfica en favor de la textura fotográfica, y lo cierto es que nos valió una mención en el Daniel Gil y el premio Brigada 21 a la mejor portada.

Lalo Quintana había llegado a nosotros de la mano de Lolo Amengual y quería que le contara por qué las novelas de Lew tenían por título los nombres de otros tantos insectos. Supongo que era importante en la elaboración de un concepto general que lo guiara en el diseño de las cubiertas. El problema era que yo no tenía la respuesta. Un poema de William Butler Yeats puede ser el disparador de una novela entera. Pero, ¿por qué insistir a lo largo de cinco más con lo mismo? Mi sospecha de entonces y de hoy es que, encontrado el primer título evocador, Sallis necesitaba abrirse paso en la selva de las librerías con una serie de fácil identificación. Y a un tejedor lo siguió una polilla hasta llegar a ese enigmático fantasma de una pulga. Lew, el detective de los insectos, era también una operación de márketing. Eso sí, de márketing cultivado. Esto es, al jefe de ventas de nuestro distribuidor lo traía sin cuidado, como a los jefes de compra de El Corte Inglés. Lew Griffin fue un succès d'estime en tiempos en que el éxito ya sólo se medía en volumen de facturación.

Así las cosas, Ghost of a Flea nunca vio las prensas y Bengt Oldenburg y yo quedamos en deuda con un millar de lectores que creía haber hecho un gran descubrimiento. Ghost fue relegada al arcón de las pequeñas amarguras --uno tiende a olvidar sus fracasos-- hasta el día que, después de la primera fumigación del séptimo piso del palomar, Bengt encontró de casualidad una novela mediocre de esa fugaz promesa del Este, Viktor Pelevine.

La vie des insectes, se titulaba en la edición de Seuil y también en la posterior de Points. No era nuestro. Había llegado a los anaqueles de la calle Juncal de la mano de Frau Flohe, pocas semanas antes de nuestra mudanza al palomar, y había sobrevivido al desorden del traslado y al caos del descubrimiento de la plaga y al posterior envenenamiento del lugar.

Bengt Oldenburg se acercó lentamente por el angosto pasillo de 27 metros. Traía el aire grave de quien está por dar una mala noticia. El libro, en la mano derecha, paralelo a su muslo recto y decidido. ¿Tú has visto esto?, preguntó, los ojos de acero inquisitivos, la cabeza con una leve inclinación interrogativa.

La vie des insectes!, grité yo, como quien grita ¡sarna!

Frau Flohe conduce un monovolumen que, en sus manos, resulta elegante. Es gris, o algo parecido al gris. Lo tenía estacionado a la puerta de casa, justo en la parada del 95, pero el colectivo se abstenía de aparecer. En el asiento del acompañante, una adolescente con un ejemplar de Crepúsculo, de Stephanie Meyer. ¡Qué cool! Y la película ya la ha visto tres veces. ¡Qué cool! Frau Flohe me devolvía un libro que les había regalado unas semanas antes, pero tal vez no fui lo bastante explícita sobre el regalo. Y me prestaba este, de Viktor Pelevine, que fue directamente a la pila de libros-que-no-leeré.

Mi primer encuentro con Pelevine había sido en los años 90, cuando los franceses trataban de vendérselo a Europa entera, convencidos de que, tras el Muro, se había ocultado durante decenios la gran esperanza blanca del mundo occidental. La mitrailleuse d'argile era el título que Seuil trataba de imponer. Lo rechacé: otra promesa del Este.

Et voilà, la vie des insectes!



(continuará...)

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