miércoles, 18 de marzo de 2009
Entomológicas IV
Esta es la cubierta del libro que me dio Frau Flohe cuando ya habíamos decidido mudarnos al que después se reveló como un palomar.
Tal vez porque el libro se publicó en 1995, tal vez porque Viktor Pelevine no estuvo a la altura de la promesa, es difícil encontrar La vie des insectes incluso en las librerías de ocasión. De manera que si uno se dedica a regalar este libro a sus amigos, habrá hecho un trabajo previo de investigación. Sin embargo, en Amazon Canadá está catalogado y de allí proviene esta imagen. No hay ningún comentario ni valoración de los lectores.
La acuarela de Michael Mathias Prechtl me sobresaltó tanto como lo había preocupado a Bengt. Era obvio que el editor había instruido al ilustrador para que en la tapa hubiera todos los insectos posibles e imaginables. Una hemíptera estilizada forma la patilla y el delicado bigote. El cuello alto de la camisa es un ortóptero de alas transparentes que está siendo devorado por una cruza de coleóptero y hormiga, que hace las veces de lazo de la corbata. El traje, oscuro como lo exige una caricatura del Barroco, está formado por élitros rígidos. En el codo y hasta la muñeca, una cícada se apresta a dejar su condición de ninfa. Con una pluma, el personaje, mal afeitado, trata de abrir un candado. Pretchl pasó cuatro años en un campo de prisioneros soviético y tal vez esto haya marcado para siempre su imaginación. Pero lo insoportable de este menú, lo que hacía correr frío por la espalda, era la cresta del pelo: una paloma panza arriba cuyo cuello retorcido baja para que la cabeza del ave forme las azuladas ojeras en las que se inscribe el ojo del retrato.
Pájaros en la cabeza, ¿una clara alusión a la soberbia? ¿ O a la locura? ¿Acaso no son lo mismo?
Por aquellos días, ya habíamos sido víctimas de la primera fumigación y la actividad columbófila de Mme. Vainikof se había intensificado tanto que, en la coronación de tejas, se podían contar cada día hasta setenta ejemplares de palomas. El calor de febrero desafiaba la memoria y las campanadas de la colegiata del Salvador eran secas y metálicas, sin resonancia. Un campanario electrónico que no ofrecía ningún consuelo.
Bengt Oldenburg habla poco y lo hace lentamente, como dicen que hablan entre sí las montañas de Suecia. Por tanto, no repitió el "¿tú has visto esto?" cuando nos encontramos a mitad de camino en el pasillo de 27 metros. Dejó que la imagen creada por Prechtl entrara en mi conciencia y dio vuelta el libro. En la contracubierta, el departamento de publicidad de Seuil nos cuenta sobre cinco personajes muy poco interesantes de los cuales afirma que, "al igual, sin duda, que cada uno de nosotros", aparte de ser gente corriente, son insectos. También nos informa que "ese mundillo bajo de mandíbulas y élitros mata el tiempo como puede..." y, a la vez, "revolotea, pica y chupa la sangre, hace rodar su bola de estiércol, muere pegado al papel matamoscas, aplastado por una suela distraída o devorado por sus congéneres". Revolotean, pican y chupan la sangre fue la secuencia que me quedó grabada, tal vez por los incesantes ataques a los que las plagas del palomar nos habían sometido desde el lunes 2 de febrero.
El publicista de Seuil terminaba, filosófico: La vie, enfin.
Oui, mais la vie des insectes!, me dije.
No es cierto que los insectos se hagan los muertos cuando se sienten en peligro. Para pensar así uno tiene que haberse intoxicado con Jean-Henri Fabre desde la infancia. En casa estaban todos los tomos, encuadernados en tela gris, que alguna vez publicó Emecé y yo los leía con tanto apetito como lo hacía con los de una enciclopedia sobre los mitos griegos que había en el estudio de mi abuelo y me estaba prohibida. Esto es, los leía como leía a Jack London, pero deteniéndome más en los detalles. Ante el depredador, la selección incrustada en el complejo pero primitivo sistema nervioso del insecto ofrece una opción binaria: huir u ocultarse. Porque la simulación de la muerte --si la simulación fuera una facultad a su alcance-- no le asegura al insecto que no se lo comerán. Sólo lo hace menos visible a los ojos de quien viene a devorarlo. Congelado, quieto, es menos conspicuo, se lo confunde con otros elementos de su hábitat. Se esconde dentro de sí mismo.
Pero si el insecto pertenece a una especie de alas poderosas, ante la opción "huir u ocultarse" la selección disparará siempre, siempre, la huida.
El 2 de marzo, cuando Frau Flohe y Alfil se invitaron a casa para discutir los problemas de la casa, dejé el libro de Pelevine bien visible sobre la mesa de la izquierda del sofá, al lado de la lámpara.
(continuará...)
Etiquetas:
Entomológicas,
Historias
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