Callao abajo con cielo cerrado de tormenta en ciernes, caminaba ayer desde la Casa del Bicentenario, que todavía no se ha inaugurado, hacia un encuentro con Héctor D. en el islote de baldosas blancas que forma la intersección de la avenida con el pasaje Discépolo, donde medra la terraza del café Martínez, reconstruido después de la batalla campal del 24 de marzo entre los replicantes anarquistas y las libélulas azules de la Policía Federal. Estrenaba unas sandalias cómodas, aunque demasiado abiertas para una ciudad donde la gestión de sus basuras queda al libre arbitrio de los vecinos. La caminata, sin embargo, se hizo corta porque hace tiempo que me he acostumbrado a esquivar obstáculos innombrables.
Callao es muchas cosas en mi vida, por eso, hasta que no se hizo visible el tardío enclave jesuita de la manzana del colegio del Salvador, ni siquiera recordé el palomar donde Frau Flohe todavía es propietaria del séptimo piso. Por lo adusto de la edificación, la cuadra de los jesuitas, entre Tucumán y Lavalle, se hace más larga: un páramo desabrido de color piedra oscurecida por el hollín de las edades, sin las distracciones plebeyas de los comercios destinados a las clases bajas y destinados, también, a desaparecer. La suburbanización de Buenos Aires sólo es asible si uno mira hacia la acera de enfrente, donde las baldosas rotas forman montículos de escombros alrededor de pozos más o menos transitables y se suceden las tiendas que están todo el año de liquidación, anunciada con grandes letreros que parecen pintados con pintura a la cal. El árbol esquelético que crece frente a la puerta de entrada del palomar es el sitio donde, después de las ocho, los porteros juntan las bolsas de plástico negro con las basuras de los vecinos más disciplinados. Cadáveres urbanitas. Pero eran las tres. Miré hacia arriba y había dos carteles. Uno de venta, en el edificio casi neoyorkino aledaño al palomar y otro, en el séptimo piso de Frau Flohe. Este, de alquiler, anuncia los 210 metros cuadrados y alguna otra cosa que, desde donde estaba y a buen paso, no pude distinguir.
Quería llegar al Martínez antes que Héctor D. Le había fallado a un almuerzo dos días antes y era de rigor que estuviera esperándolo cuando apareciera. Ya casi sobre Lavalle, alrededor de la papelera provista por la ciudad y que nadie usa, las huellas profusas del paso de Mme. Vainikoff y un revuelo de palomas. No se puede decir que Mme. Vainikoff deje basura suelta por las calles; esto no son migas de pan mojado, ni migas de pan seco. Que no son migas, que es pienso. Pienso para palomas compuesto de granos y partículas que se asemejan a balas de alta velocidad. Calidad profesional.
La terraza del Martínez --y esto es un elemento más de confusión ontológica para los argentinos-- parece a prueba de lluvias, como las terrazas de los cafés de París. Instalada en la mesa más alejada de la calle y presa de la confusión, pedí una quiche Lorraine para un bocado tardío en otro día sin almuerzos regulares, porque la ciudad es grande, el transporte lento e imprevisible y todavía no sé cuándo comen los porteños, que me citan a las horas más intempestivas solo para tomar café. Héctor D. llegó antes que la tarta y hablamos de la posibilidad de exportación de libros académicos a 150 bibliotecas de Puerto Rico, por encima de la nube de ensalada de la guarnición y de su taza de café humeante. Héctor D. habla a voces y algunos dicen que se debe a que es rosarino, pero quienes lo dicen son impresores de Barracas, lo cual revela una cierta prevención popular en contra de aquella ciudad. Yo creo que habla tan alto porque es un optimista que siempre vivió en tiempos difíciles. Cuando los libros ya casi estaban embarcados hacia América Central, la lluvia se había descargado con una furia tropical que desmentía todas las pretensiones porteñas aquilatadas en la terracita del Martínez. Héctor tenía otro encuentro y se marchó bajo el agua con el mismo ímpetu con el que me había propuesto que reeditara a Jürgen Habermas, así, como quien no quiere la cosa pero incursiona por la selva. Encendí un cigarrillo, di una bocanada y decidí esperar a que amainara.
Un reguero de agua avanzó por debajo de las telas plásticas verticales del toldo afrancesado y me provocó un escalofrío cuando me mojó los pies, pero el resto de la terraza seguía siendo practicable, de manera que me limité a cambiar de mesa: el cigarrillo todavía estaba por la mitad y las cortinas de lluvia arrastradas por el viento desaconsejaban cualquier salida a la intemperie. En el dorso de la mano izquierda, cerca de los nudillos, una punzada ardiente que se convirtió en roncha y me llevó, de un golpe, al séptimo piso del palomar de Frau Flohe, donde tantas noches calurosas de un verano que no cejaba tuve la sensación de que no había escapatoria a las plagas de las palomas. Un bicho diminuto caminaba por mi brazo. Lo aplasté al punto y me arrepentí, porque así disminuido era imposible distinguir si se trataba de una pulga, de un piojo o de una simple arañita de los árboles que había buscado refugio de la lluvia. Por Callao, una mujer de proporciones maoríes con un niño grande en brazos resbaló y cayó sentada al suelo. Por el antebrazo derecho avanzaba el picor encendido de un ataque en todas las de la ley: arrollé la manga de la camisa y unas rojeces difusas me impulsaron a emprender la huida.
No llegué demasiado lejos. Me guarecí bajo el toldo estrecho que tiene el café Martínez en la pared que da a Callao, junto a otra gente y, aunque todos estábamos hechos unos zorros, se distinguía a los extranjeros pobres porque la lluvia y la mojadura les provocaba risas infantiles, como carcajadas de cántaro. La mujer del niño ya estaba cerca de Corrientes, la ropa pegada al cuerpo y casi transparente por el agua. Un señor de impermeable azul noche avanzaba hacia el refugio después de vadear la esquina inundada del colegio del Salvador, donde antes habían estado los piensos de Mme. Vainikoff, que seguramente embozaban la boca de tormenta. En un ademán tan natural que traicionaba una educación convertida en segunda naturaleza, el señor del impermeable cerró el paraguas en cuanto estuvo bajo techo y nos lanzó una catarata fresca que terminó de empaparnos. Me uní a la carcajada general que celebró su perplejidad. La tarde era oscura y azufrosa como un crepúsculo, pero la tarde era una fiesta. Bajé la vista para comprobar el estado de mis sandalias y allí, a diez centímetros de mi pie casi descalzo, vi el cadáver aplastado de una paloma gris y negra con el cráneo desplumado y sanguinolento. Miré las cortinas de lluvia, miré a la gente, volví a mirar a la paloma que parecía la víctima de un accidente de tránsito sobre las baldosas blancas.
Las palomas mueren como moscas en las calles de Buenos Aires, pero ese cráneo desplumado era una incongruencia que me incomodaba y los hilillos de agua que corrían entre el embaldosado venían mezclados con sangre y se acercaban a mis pies. Una niñata encinta dijo:
--La del nene, la del nene se tropezó con la paloma y la mató.
Me acerqué a alguien que hacía guardia en la entrada de la ochava: un hombre flaco y nervudo, de traje negro y corbata, tan malencarado que debe trabajar también de noche como segurata.
--Hay que sacar a esa paloma de la vereda --le dije--. Es un peligro.
Me miró de arriba abajo, miró la paloma, miró al vacío.
--¿Usted trabaja aquí? ¿No me oye? Hay que sacar la paloma del paso.
--Ah, yo no sé, yo soy de seguridad. Ya les voy a decir a las chicas que la barran.
Volví a mi lugar bajo el toldo. La paloma seguía allí, cada vez más mojada, más poca cosa, y la niña embarazada de siete meses se había marchado. Salí a la lluvia, metí los pies en el torrente que bajaba por la avenida, crucé Callao bajo el agua que ahora era helada y me subí a un colectivo repleto, porque el subte no funcionaba.
En la calle Güemes, a la altura de Scalabrini Ortiz, una valla cortaba el paso, pero alguien se había llevado la mitad por delante. Me bajé en Malabia. El peor día de tormenta de la temporada, una cuadrilla de obreros tercerizados por Mauricio Macri asfaltaba cuatro manzanas.
Le dije a un portero:
--Sólo a Macri se le ocurre asfaltar en un día como hoy.
--Es que hubo denuncias --me contestó, molesto--. Esta gente lo había abandonado todo, porque no les pagaban.
Las sandalias resultaron buenas. Ni siquiera se han deformado.
Amor, ahora estoy en un delirio dubitativo entre editar a habermas o irme a la selva a pelear contra las hidrocarburíferas.
ResponderEliminarElina querida, ambas empresas tienen daño y peligro. ¿No hay una tercera vía?
ResponderEliminar