lunes, 6 de abril de 2009

Entomológicas XI

Hay en los insectos una calidad que los acerca a las joyas. No es privativo de los escarabajos; hasta la larva de una pulga, con esa cutícula dura como madreperla que ningún veneno atraviesa, pudo salir de la imaginación de un orfebre. Cuando Frau Flohe vio mi ejemplar de Chalcosoma atlas, debidamente enmarcado, colgando de la pared del pasillo, dijo:
--Yo tuve uno igual.

Mi ejemplar es un macho de 190mm de envergadura. Por lo general, los neófitos se conforman con uno de 130mm, que ya es considerable.

Y entonces me dio la dirección de una joyería, en un subsuelo de la calle Posadas, donde uno puede encargar insectos como broches. Lo cierto es que le había comentado que me encantaría llevarlo prendido en un vestido. Era el 7 de febrero y todavía no se había dado el encuentro con Felisa y su grillo, en el Centro Cultural Recoleta.

¿Con qué harían las alas reticuladas? ¿Con ámbar?

No mostré mucho entusiasmo, porque, aunque no lo dije, lo que a mí me gustaría llevar prendido en un vestido es un verdadero Chalcosoma atlas, preparado con tanto primor por el taxidermista que la fragilidad del cadáver embalsamado fuera relativa y, sin embargo, omnipresente . Memento mori a la complejidad de la creación.

Todo había empezado en Londres, como dije. En 1999, para ser exactos.

Volvimos a Barcelona cuando terminó la Feria y en las maletas llevaba un tejedor, un moscardón azul y la todavía desconocida determinación de publicar en castellano los misterios de Lew Griffin. Al entrar, en casa nos esperaba una invitación del editor de Harvill, Christopher MacLehod. Se trataba de una recepción que daría en su casa de Londres a finales de junio , en honor a W. G. Sebald y a Murray Bail, un excelente escritor australiano cuya mujer tuvo la mala idea de convertirse en best-seller antes de que él llegara a las librerías europeas. Tanto Christopher como nosotros íbamos a publicar, el siguiente otoño, Eucalyptus, de Bail, una novela de las que viajan mal en traducción porque la anécdota es escuálida y todo el peso recae en el estilo. No es que no lo supiera entonces, pero yo había entrado en esa etapa caprichosa de la edición, cuando se empiezan a medir los éxitos por la opinión que de uno tienen los colegas más reputados y se olvida lo que piensan los vendedores bastante desastrados que lo esperan en el verdadero teatro de operaciones: el mercado local.

¿Volver a Londres tres meses después? ¿Por qué no? Praga podía esperar. Aceptamos la invitación y planificamos unas vacaciones urbanas con mucho teatro. Algún día se hablará de lo mucho que hicieron los dramaturgos irlandeses por el teatro inglés en los años 90. La perspectiva no estaba mal y, además, sentía gran curiosidad por conocer la casa de los MacLehod.

El peor ultraje que había recibido esta pareja en su vida editorial fue responsabilidad de un exitoso autor estadounidense, que confundió el Bentley vintage color negro, que Christopher conducía de propia mano, con un taxi londinense, cuya comodidad y estilo elogió calurosamente cuando lo comparó con los atroces taxis neoyorkinos, desvencijados y conducidos por inmigrantes que desconocían la ciudad. Por lo demás, los MacLehod eran bellos, elegantes y snob al mismo tiempo, y ejercían un excelente criterio literario. A causa de esto, no solo compartíamos autores, sino que por entonces el futuro de su editorial y el de la nuestra se veía seriamente amenazado y a ambas las esperaba, al final del camino, la disolución dentro de un gran conglomerado internacional. Pero eso llegaría más tarde: todavía eran días de malta y rosas. Las maltas, para Christopher.

Unas vacaciones en Londres tienen parada obligada en alguno de los mercados de pulgas de la ciudad y Portobello Road era el lugar donde conseguir la platería de cada día que andábamos buscando. Esto es, plate: alpaca revestida de plata. De Elkington, en lo posible. Pero Portobello está lleno de distracciones y allí compré aquel verano mis primeros ejemplares disecados: una tarántula gigante de Perú, un escorpión de Malasia y el Chalcosoma atlas de Borneo que me gustaría usar de broche. En la Plaça Reial de Barcelona ya había abierto sus puertas el restaurante fashion "El taxidermista" y poco después, el mercado de la Boquería le haría sitio a un puesto de insectos para cóctel. Lo más rico eran las hormigas panzudas fritas y saladas, pero Bruno y Lucas --los hijos de José Antonio y Susana-- no le hacían ascos a los chupetines de gusanos australianos ni a los que contenían, como en ámbar, pequeños escorpiones.

Mucho antes que Harte, Federico Mayor, cuando era pintor, pintaba insectos. Aunque también una vez lo atacó un monstruo que en la tela apareció con forma de yacaré. El isotipo de Harvill Press era un leopardo; el nuestro, un grifo. De Griffin, en inglés, de Lew Griffin. Sus misterios, sin embargo, aparecieron bajo la estructura más protectora de un Poliedro. Menos, por supuesto, el fantasma de una pulga, Ghost of a Flea, ese cierre en falso de la serie donde hay un asesino de palomas y donde nos enteramos de que la voz que nos había cautivado, la del narrador Lew, no era tal y todo se desmorona.

Un oficial alemán, amigo de Ernst Jünger y también entomólogo, perdió entera su preciada colección de insectos cuando los aliados destruyeron su pueblo. Escapó a un pueblo menor y, en seis semanas, la había reconstruido con 400 mil ejemplares. Esto cuenta Jünger en sus diarios.

Frau Flohe supo tener una colección de insectos, más extensa que la mía según parece, aunque nunca la he visto. Me contó que, cuestiones de los divorcios, la perdió a manos de su primer marido, pero el segundo la está ayudando a reconstruirla. Hoy, un Chalcosoma atlas puede comprarse en Internet, disecado o vivo. Son fáciles de mantener una vez superado el estadio de larva, época en la que consumen hasta medio kilo de proteínas. Si uno cría dos larvas y se olvida de darles suficiente alimento, una de ellas matará a la otra y, aun cuando están bien alimentadas, muerden la mano de su dueño. El Chalcosoma atlas es una tercera categoría de escarabajo: ni se hace el muerto ni huye. Tienen defensas poderosas, como las de un rinoceronte y, ante el peligro, la selección desencadena la respuesta del combate. Huir no puede: sus alas de color caramelo serían incapaces de hacer levantar vuelo a su enjoyado mecanismo. Si pierde en el combate, sencillamente muere and nothing remains of the warrior, but his weapons.

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