No son pulgas. O al menos no son solo pulgas.
Ayer por la tarde estaba en el estudio terminando la traducción de The Serious Artist, el ensayo que Ezra Pound publicó en The Egoist en 1913, donde están los conceptos seminales que luego formarían parte del Manifiesto Vorticista. Creo que cuando Pound y Henri Gaudier-Brzeska hablaban de vorticismo no estaban diciendo lo mismo. Lo de Pound apenas si rozaba las artes plásticas. Estaba creando un artista como emperador del mundo --él mismo-- sobre la base de las teorías científicas populares en su época.
No sé por qué llamo estudio al lugar donde escribo. En realidad, no hay nada más que una PC y una notebook, un atril de mesa para apoyar los libros que voy traduciendo y una lámpara de lectura. El cuarto es incómodo y desangelado. No hay ninguna otra cosa mía en el estudio. Es uno de los lugares que no conquistaré antes de marcharme de la casa. Es el anteúltimo cuarto en el pasillo de 27 metros. La pared de mi izquierda está cubierta por seis grabados del Musée Imaginaire Napoléon que me tienen harta; ya los había usado para crear un efecto de empapelado en un pasillo de nuestra casa de la calle Princesa, en Barcelona. Allí había colgado más, unos ocho o diez, hasta cubrir una pared entera, desde el techo al zócalo. Quedaban muy bien en aquel contexto. Lo que llamo mi estudio es uno de los cuartos que no llegamos a pintar. Karina mi asistente lavó las paredes y las adecentó; los grabados cumplen la función de tapar unas pegatinas infantiles que no pudimos arrancar ni usando el cuchillo de abrir ostras. En el otro estudio, el azul, el que usa Bengt, un cuadro de 110X120 tapa un desconchado de la pintura oscura. A Karina no le gusta ese cuadro, dice que no está pintado, que el artista sólo juntó las manos, sumergió los cantos en pintura azul y con ellas estampó sin orden ni concierto unas bocas verticales semiabiertas. Es cierto. Debería dedicarse a la crítica de arte.
Los grabados Napoléon que tapan las pegatinas los colgamos antes de firmar el contrato de arrendamiento, el 7 de febrero, antes de que dos insectos se me incrustaran en las manos, antes de que las doce palomas se transformaran en setenta, antes de la primera fumigación; antes quiere decir cuando todavía parecía una buena idea el traslado a Callao. Cuando estábamos contentos e ilusionados. Esto es, durante la primera semana de nuestra estancia. Después, todo quedó congelado. En las estanterías enchapadas de abedul, están los treinta libros que coloqué el primer día. Ni uno más. Los armarios que se abren a mi espalda, vacíos, a no ser por un sobre con el producto de nuestra "caza sutil" y dos redondeles de algodón, de los que se usan para desmaquillarse, entre los cuales también hay atrapados otros diminutos habitantes del séptimo piso. Los guardaba para llevarlos algún día a la Facultad de Veterinaria, para que alguien me dijera qué son exactamente. En el sobre y entre los algodones, hay cadáveres que semejan diminutos triángulos isósceles. Otros, semillas de amapola. Otros, en fin, a los que más arriba de la provincia de Córdoba llaman hitas y son un parásito característico de las palomas, filiformes como un cabello. Los guardo en un estante del armario que nunca llenaré con mi ropa.
Fue en los visillos de las ventanas de los dos estudios donde, el 16 de marzo y cuando creíamos tener las cosas más o menos bajo control, apareció una multitud de puntos negros, un estampado móvil al que envenamos con Raid color violeta. Los llamé pulgas entonces. No son pulgas. Ese 16 de marzo, le ordené a Karina que se quitará toda la ropa, le di un vestido camisero que no uso, y se la hice lavar, junto con los visillos, a 90º. Nunca volví a colgar los visillos de las ventanas: están encerrados en bolsas de plástico de color verde transparente, las bolsas de residuos que venden los chinos.
El estudio, se entiende, es un lugar poco propicio para el estudio. Tampoco traje a este cuarto mi sillón de lectura, que iba a ocupar una esquina, del lado de los armarios. Ni coloqué mi kilim favorito. Ni vengo aquí a menos que sea absolutamente necesario. Así, sin muebles ni tapices ni libros, el lugar da la impresión de un lago frío y grande en el cual unas tablas pintadas de blanco y sostenidas por tres cajoneras, donde se apoyan la PC, la notebook y el atril, esperan a algún náufrago.
Ayer, aunque faltaba poco para acabarla, dejé de lado la traducción del ensayo de Pound para actualizar el curriculum de Bengt Oldenburg. Caía la tarde. Cuando cae la tarde o cuando ya es de noche, en el estudio no se ve nada, excepto lo que está enfocado por la lámpara de lectura. El plafón de plástico sujetado al centro del techo da una luz sin relieves y mortecina. Alguna vez pensé en cambiarlos, pero ya es tarde. Así, con esa luz que más que revelar lo que ilumina lo esconde en una penumbra amorfa, la tabla blanca bañada por el haz de luz era la barca de Queequeg.
La tormenta estaba a punto de romper y había una agitación invisible en el estudio. Cerré las hojas de la ventana que está a mi derecha; el viento había arrastrado unos papeles y voló la ceniza del primer cigarrillo de la tarde. Miré sobre la mesa: blanca. Miré el suelo, una penumbra como de aguas estancadas. Miré a mis espaldas, nada. Miré mis piernas, todo era confuso, nebuloso. Apliqué la luz de la lámpara de lectura sobre mis muslos y estaban cubiertos de manchas rojas. La agitación subía por la espalda. Un pinchazo y un ardor se manifestó en los tobillos. En el centro de cada mancha roja se distinguía la hinchazón de una pequeña roncha.
"Se acerca una tormenta, las hormigas corren de acá para allá", escribió Ernst Jünger en su diario el 24 de agosto de 1945. Acaba de enterrar sus escritos para que no los encontraran las tropas estadounidenses, que eran los aliados que entrarían en Kirchhorst. Jünger escribía cosas raras mientras un continente grande como Europa yacía en llamas y en escombros.
Llegó Bengt y vino a mi encuentro en el estudio. Volvía de visitar un departamento con vistas a las copas de los árboles y al río. Entusiasmado, comenzó a describirme un plano imaginario. El edificio, dice, es de 1949, cuando quedaba cierta solidez en Buenos Aires. Le sugerí que fuésemos a un lugar mejor iluminado y levanté la falda del vestido de algodón negro que llevaba. Algo, tal vez las pulgas, había hecho una carnicería con mis piernas. Escocían, ardían, dolían. Me quité toda la ropa y preparé un baño con unas gotas de la esencia de jazmín de Just que me regaló Josefa. Sacudí el vestido, la ropa interior: no cayó nada. Alrededor del torbellino del agua que llenaba la bañera, giraban algunos puntos negros que parecían caer de la gran ventana del cuarto de baño principal. Quité el tapón, cambié el agua, pero algunos se resistieron a irse por el desagüe. El perfume de jazmines olía a una promesa limpia, diáfana. Me sumergí en el agua, la cabeza hacia atrás. Y entonces vi de cerca a dos, amplificados por esa lupa líquida y despatarrados.
No eran pulgas: tenían alas. Unas alas diminutas, casi invisibles fuera del agua. Me incorporé a medias, me calcé las gafas y agarré una novela de Patricia Highsmith. No me gusta Patricia Highsmith, pero no pensaba leer toda la novela, tan solo un capítulo, para distraerme. Allí, rodeada de agua, me sentía a salvo. Me enjaboné con la última pastilla de Pears que me queda de España. Saqué el tapón, dejé irse el agua. Abrí la ducha y me enjuagué.
Llamé a Bengt. Al salir de la bañera había notado que no había ni rastros de las ronchas y quería que él lo comprobara. Sí, sólo quedaba una en el estómago y otra sobre el omóplato derecho. En los brazos, el color de la piel se había unificado. Terminé de secarme y prescindi de las cremas. Mientras marcaba el número del celular de Karina, Bengt me decía que ya basta, que había que ir a ver a un dermatólogo serio, que alguna explicación habría para todo esto. A Kariña le pregunté cómo eran los puntos negros de los visillos que había envenenado el 16 de marzo. ¿Tenían alas? No sé señora, se movían y a mi pareció que tenían unas alas chiquitas que les salían de la cola. Entonces no son pulgas, Karina. ¿No son pulgas? No.
No me gustan las novelas de la Highsmith porque no son novelas negras, son novelas de psicópatas y los psicópatas resultan aburridos, al menos en la ficción. De esta, Claude Chabrol hizo una excelente adaptación en Le cri du hibou, en 1987. Me fui a la cama temprano y seguí leyendo, a pesar de la pésima traducción de Anagrama. El protagonista, Robert Forester, es un diseñador industrial que, para ganarse unos dólares extra, está ilustrando con insectos muy realistas el libro de un famoso entomólogo francés. Cerré el libro. Era demasiado.
La piel ya no me escocía y me dispuse a dormir. Bengt ya estaba a mi lado. Había puesto las sábanas inglesas de color verde pistacchio. Me sentía bastante bien porque nuestro cuarto es, más o menos, zona conquistada. Pero no concilié el sueño; no podía dejar de pensar en ese ataque invisible, en la posterior desaparición de las ronchas y las rojeces. No podía dejar de pensar que estábamos dentro de una pesadilla ajena y que, tal vez, nos castigarían por ello. El departamento del Botánico, a pesar de todas sus bondades, no tenía calefacción salvo en uno de los cuartos que usaríamos de estudio. El resto, bombas de calor de las que me producen bronquitis y nunca llegan a calentar bien, menos un departamento a tres vientos en una ochava. Pensé en Suecia. Estamos pensando en Suecia. Un lugar que uno conozca, que sea menos hostil.
A las dos de la mañana, otra vez los pinchazos, las quemazones. Bengt dormía y me apenaba prender la luz, pero en la oscuridad los insectos pueden ocupar todo el espacio que les ceda la imaginación. La sola perspectiva de que hubiesen invadido otra vez la cama se me hacía insoportable. Fui al cuarto de baño y observé cómo, poco a poco, surgían manchas rojas en las piernas y, al rato, volvían a inflarse las ronchas que estaban en sus centros.
Desperté a Bengt y le pedí que se tomara su tiempo para despejarse. Cuando recién se despiertan, Bengt y su nieto Andrés son iguales. Sí, me dijo, están en los mismos lugares, son las mismas picaduras. Volví a bañarme. Se aplacaron. Pero cada dos horas y media volvían a aparecer. Me puse a escribir esta mañana para no rascarme; las ronchas hacen las veces de cilicio laico. Tal vez logre alcanzar un estado superior de la conciencia, que es el único modo en que se manifiesta hoy el perdón de los pecados.
Mientras llego al final de este post, me doy cuenta de que lo que empezó como una crónica divertida que pretendía caricaturizar una novela de suspenso a partir de un misterio sin asidero se está tornando melancólica, casi lúgubre.
Leí los diarios de Ernst Jünger hace 15 años. Hoy, los uso como otros usan el libro del I Ching: lo abro en cualquier página y siempre encuentro una respuesta, aunque no haya formulado pregunta alguna.
El último párrafo de esa entrada del 24 de agosto de 1945 dice así:
"Hay en nuestra vida interpolaciones oníricas, casi siempre secundarias, que recordamos mejor, con más claridad, que otros lapsos de tiempo en que ocurrieron muchas cosas. Así me ocurre a mí con aquel patio desnudo, rodeado de pisos de pequeños burgueses, en el que enterré papeles en los cubos de la basura. En todas partes se quemaban entonces papeles..."
Después, las hormigas se echan a correr.
Y lo de anoche, lo de anoche no eran pulgas.
martes, 31 de marzo de 2009
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