miércoles, 11 de marzo de 2009

Entomológicas I

Anoche, en el Centro Cultural Recoleta, el broche en forma de grillo que llevaba Felisa Pinto prendido a la solapa fue calurosamente admirado por Frau Flohe. Noé Jitrik presentaba un libro de Yuyo Noé. Hubo quienes salieron antes de la hora.

Pero, en realidad, todo empezó en Londres.

En aquellos días terminales de marzo, los únicos que indicaban la inminencia de la primavera eran los magnolios en flor de Kew Gardens y Barkeley Square. Los magnolios de allá, que son muy distintos de los magnolios de acá. En la luz gris de la mañana, parecían candelabros de hielo y uno tenía ganas de decirle al taxi que nos traía del aeropuerto que se detuviera, de no ser por la sospecha de que la fugacidad de la contemplación los volvía aun más inquietantes. Eran los días de la Feria del Libro de Londres de 1999, cuando la feria todavía tenía un aire íntimo y el club Groucho's era la exclusividad de los que no tenían club, cuando Charing Cross seguía siendo sinónimo de libros y desde todo el mundo se peregrinaba a Murder One.

Nos hospedábamos frente al British Museum, aunque pronto habría que hospedarse cerca de Tate Modern. Por ese entonces, y aunque los directivos de la Feria de Francfort comenzaban a inquietarse por el dinamismo de la de Londres, uno ya usaba esos días más para recorrer librerías que para leer a toda prisa los manuscritos que ofrecían las agentes literarias. También para tomar unas copas en Groucho's o en el bar del hotel, porque los pubs cerraban temprano y puntualmente. Aparte de los que estaban para pescar un Harry Potter --y esos no eran premios que le tocaran a uno, tal vez por encontrarnos en el lugar equivocado del imaginario editorial-- los títulos y proyectos a los que se tenía acceso eran cada vez más inanes o venían con garantía de fracaso comercial.

Ya había caído la tarde cuando entramos en Murder One, una librería donde uno se convertía en detective de anaqueles en busca de los clásicos agotados de la novela negra anglosajona. Y donde se encontraban nuevos autores estimulantes que nunca llegaban a la feria. En aquella época no publicábamos novela negra: nuestras visitas a Murder One tenían por único objeto satisfacer un vicio privado. En los bajos de una mesa,
el diseño de una cubierta me llamó la atención. Mucho Photoshop, por cierto, pero bien usado. Un humanoide que parecía venido del planeta Pesadilla, se agazapaba como un grillo. El fondo, negro, por supuesto. En letras blancas, el título: Eye Of The Cricket. El autor se llamaba James Sallis. La novela abría con una tormenta que partía en dos un viejo roble centenario en el patio trasero del narrador. El epígrafe era de Anderson Imbert: "Entonces sentí en mí la desesperada rebeldía de las cosas que no quieren morir, la sed de los musgos, el ansia de los ojos del grillo". El sello editorial, poco conocido, decía: No Exit Press . Sin salida.

Lo compré.

Al día siguiente volví a Murder One por más. Me llevé Bluebottle. Y así comenzó la colección de una larga lista de insectos que componía los títulos de las novelas protagonizadas por Lew Griffin, otro perdedor antológico, un detective que lee a William Blake, sufre de esquizofrenia y escucha a Robert Johnson. Algunos años después, cuando nos vimos obligados a fundar una nueva editorial, decidimos hacer públicos nuestros vicios privados y la iniciamos con las novelas de Lew, porque era Lew quien se había apoderado de mi imaginación, no James Sallis. Y The Eye Of The Cricket llegó a ser El ojo del grillo, en nuestro nuevo sello Poliedro.

No fue sencillo. A Bengt Oldenburg, Lew no lo convencía. Decía que no creía que fuera negro y de Nueva Orleáns. Que en todo caso estaba dispuesto a aceptar que era de Nueva Orleáns, pero no que fuese negro. Que Sallis era blanco. Que Lew era demasiado intelectual. Yo retrucaba con Chester Himes, un negro muy intelectual de quien habíamos publicado sus memorias de prisión ficcionalizadas, Yesterday Will Make You Cry.

Todavía no había acuerdo cuando nos sorpendió el verano. Habíamos alquilado unas cabañas de troncos en el archipiélago de Estocolmo junto con nuestros amigos Susana Narotzky y José Antonio Millán. También venían Bruno y Lucas, sus hijos por entonces pre aborrescentes. En mi maleta, compartiendo espacio con la ropa, viajaban un tejedor, una polilla, un avispón, un grillo, un moscardón. Y el fantasma de una pulga.

Eran los seis volúmenes de las aventuras de Lew Griffin.

Anoche, en el Recoleta, Frau Flohe estaba ligeramente sobreproducida, aunque elegante. Por tanto, uno no sabe si abandonó el lugar antes de la hora a causa de un compromiso posterior o solo por no quedarse. Mientras admiraban el broche en forma de grillo de Felisa Pinto, Reeder le había dicho: Et voilà, la vie des insectes!

(continuará...)

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